miércoles, 24 de julio de 2013

Pétalos Marchitos


Él ahora duerme. Todo está en silencio. Es la calma tras la tempestad, es la calma que tantas veces he sentido y que tantas veces volveré a sentir. La oscuridad de la noche es mi cobijo mientras de mis hinchados ojos brotan las lágrimas del dolor. La angustia me ahoga una vez más, pero no me atrevo a salir de aquí, no me atrevo a luchar. Tengo tanto miedo…
Quisiera no ser tan cobarde. Quisiera poder enfrentarme a esta situación y acabar de una vez por todas con mi sufrimiento. Pero soy incapaz. Él siempre lo dice, soy una inútil.
Anoche ocurrió otra vez. Tuve un despiste, y se me olvidó echarle sal a la cena. Ese insignificante hecho fue suficiente para despertar de nuevo a la bestia que habita dentro de él, a esa bestia a la que tanto temo y que tanto daño me hace. Descargó una vez más su ira y su furia sobre mi piel, haciendo sangrar mis heridas, quebrando una vez más mi corazón en mil pedazos, desgarrando cada trocito de mi alma, como lo hacen los colmillos de los depredadores con las carnes de sus presas.
Tras soportar su castigo, me quedé tendida en el suelo de la cocina, sollozando para mis adentros, deseando morir, deseando que todo acabara y que mi cuerpo dejara de recibir sus golpes. Después, le oí acostarse en la cama, aquella que un día fue nuestro lecho de amor, aquella en la que un día deseé no separarme jamás de él. Y sin embargo, ahora… Ahora sólo desearía verle muerto. Sólo desearía apagar mi rabia y mi dolor derramando toda su sangre.
Pero en el fondo sé que nunca le haría daño, a pesar de todo. Yo no soy como él, ni nunca lo seré.
Mírame. Tengo toda la cara magullada, y creo que sangro de la sien. Mi cuerpo me duele tanto que apenas puedo moverlo. Creo que tengo alguna costilla rota, y el brazo izquierdo también. Esta vez ha sido más fuerte que la anterior, y no dudo que la siguiente será peor aún, hasta que un día acabe conmigo para siempre.
Y mientras yo me retuerzo de dolor, medio inconsciente, herida, y hundida en la más ruin de las miserias, él duerme. Descansa plácidamente, como si nada hubiera ocurrido, como hace siempre que destroza mi cuerpo y mi moral, sumiéndome en el más oscuro de los mares.
 Una vez le amé, hace muchos años, cuando todo era distinto, el cuento de hadas con el que soñé desde pequeña, el sueño que nunca pensé que alcanzaría, pero que ahora se ha transformado en una horrible pesadilla de la que nunca, nunca despertaré. Sí, una vez le amé, pero con el paso de mis amargos y largos años, ese amor se ha ido desgarrando, menguando, congelando hasta el punto de odiar, odiar con todo mi ser, odiar como nunca pensé que llegaría a hacerlo.
Nunca hubiera pensado que mi vida acabaría así, marchitándose como una flor arrancada de un bello jardín, arrojada al polvoriento y sucio suelo, y pisoteada después, hasta acabar perdiendo todos sus pétalos. Nunca hubiera imaginado que él me trataría así, que truncaría todos mis sueños y mis ilusiones al punto de despojarme de todo lo que un día tuve.
Y es que al principio, todo era distinto. Los tres primeros meses de matrimonio me traía el desayuno a la cama, me hacía regalos y me decía cosas bellas al oído. Luego todo cambió, de repente. Un día, sin querer, se me cayó un plato al suelo mientras lo fregaba y se rompió en mil pedazos. Él me gritó, me golpeó y después se fue de casa enfadado. Al día siguiente regresó y me pidió perdón. Me dijo que había perdido la cabeza, que no iba a volver a suceder, que lo olvidara. Yo, que le amaba con todo mi ser, le perdoné. Pero volvió a pasar, una y otra y otra vez, y ahora mi cuerpo está débil y cansado de soportar sus insultos, sus amenazas y sus golpes.
Ya no me queda ningún apoyo. Mi madre murió hace dos años de cáncer de páncreas, y a mi padre ni siquiera le conocí. No tengo amigos, pues los perdí cuando me casé con él, ya que nunca me permitió salir con otras personas.
Y ahora estoy sola, consumiendo mis últimos años de vida en una llama que poco a poco se extingue y que no volverá jamás a brillar. Sola, triste y sola, con todo el amor que un día sentí roto, con toda mi esperanza aplastada. Y así seguiré, hasta que un día mi cuerpo ya no aguante, y mi alma se libere de todo este dolor, desapareciendo a través del umbral que separa la vida de la muerte, adentrándose en territorios desconocidos de los que no podrá retornar jamás.
Le oigo toser. Acaba de despertar. Ahora vendrá a la cocina a por un vaso de agua y me verá aquí tendida, en el suelo. ¿Me pedirá perdón una vez más? Si es así, yo tendré que perdonarle, porque si no lo hago, volverá a golpearme. O quizás ni siquiera me pida perdón esta vez. Tal vez prefiera rematar lo que empezó antes y acabar de una vez conmigo. En ese caso, seré al fin libre.
Aunque… Hay tantas cosas que hubiera deseado hacer… Me hubiera gustado subir a un avión, y viajar, y llegar a lugares desconocidos y exóticos, y conocer las costumbres de otras culturas. Hubiera disfrutado viendo la cálida y ardiente esfera esconderse tras la fina línea del horizonte en una playa tranquila de arenas blancas y aguas cristalinas. Pero ahora es tarde. Ahora todo acabará. Es la vida que me ha tocado vivir, y ya no puedo cambiarla.
¿O sí? Una llamada, tan sólo una llamada a la policía, y conseguiré que al menos esta noche mi vida no se apague. Una llamada, y tal vez pueda salir de este infierno y viajar lejos, muy lejos, donde él no me encuentre.
Aún queda tiempo para llegar hasta el teléfono. Arrastrándome por la cocina, lo encuentro, lo descuelgo y marco el número.
“Policía, ¿En que podemos ayudarle?”
“Pues, verá…”

Nota al lector:

Son muchas las mujeres que se encuentran en esta situación, aguantando los malos tratos de sus parejas. Pero de nada sirve callar y aguantar. Tan sólo queda luchar y tratar de escapar, buscar apoyo en los amigos, en la familia, y en la ley. Aunque ésta aún tendría que mejorar en muchos aspectos para ser siempre efectiva, pues cada vez son más las mujeres que, aún habiendo denunciado a sus agresores varias veces, acaban siendo asesinadas por ellos.

Begga


Traición sin perdón


Algunos dicen que quien ofende y no recibe perdón se verá consumido en la llama del remordimiento hasta el final de su existencia.
Otros creen que en realidad el remordimiento no existe para quien sea capaz de olvidar y perdonarse a sí mismo, o para quien tenga en su pecho un corazón de piedra. Pero yo, que ofendí y traicioné a quien más amé, a la única persona que su mano tendió hacia mi insignificante ser, sé que ni la muerte ni el perdón podría librarme jamás de la condena que me ata a una oscura vida, mendigando por sucios agujeros para ocultarme del mundo y de mi misma.
La locura se cernerá sobre mí, y más tarde el olvido, convirtiéndome en un alma en pena que vagará de noche por los caminos, asaltando a jóvenes inocentes por conseguir un poco de amor.
Este es mi castigo por ser quien soy, por traicionar y por huir cobardemente sin recibir la condena que merezco.
  Octubre del 2005

Nunca traiciones a los que ames, o perderás lo más bello que tienes: su cariño. Ningún perdón podría sustituir eso.


Begga

¿Quién ve?


Ella era ciega, y sin embargo veía la gran herida que atravesaba el mundo como un gran agujero negro que absorbía todo cuanto se hallaba a su alcance. Veía la destrucción y el horror cuando con sus finas manos palpaba las dañadas cortezas de los árboles. Leía en los corazones humanos el débil bombeo de una sangre contaminada por el odio, la codicia, el sufrimiento y los deseos silenciosos de ser escuchados. Hablaba con los truenos de las tormentas y descubría en sus roncas voces la herida causada por los irresponsables actos humanos. Pedía a la lluvia que purificara la maldad del mundo, pero ella no podía hacer brotar del asfalto las finas hebras de hierba.
En las noches de luna llena, entendía en los aullidos de los lobos voces angustiadas que pedían poder vivir en sus bosques, que rogaban por alimentar a sus crías, por quedar libres de la condena de las personas.
¿Y nosotros, videntes, aún creemos que ella era la ciega? ¿Aún nos atrevemos a llamarnos videntes?
Ella, que conocía tan bien el daño del mundo, era la única que veía con los ojos de la verdad.

Navidad 2004 – 2005


Mirar no es lo mismo que ver. Oír no es lo mismo que escuchar. Prometer no es lo mismo que demostrar. El alma lo sabe, pues es la única que puede ver, escuchar y demostrar.


Begga